La chica y los pájaros.

(Hoy toca relato)

Salió a recorrer el otoño como quien sale a buscar lo perdido. Como un viejo que rebusca entre las esquinas de las calles que ya conoce, a ver si ve a un viejo amigo, alguien que le devuelva los años que le deben y le quitaron cuando no sabía que tenía que vivirlos.  No llevaba mochila, ni abrigo. Solo un vestido largo y botas con las que pisar charcos que le había comprado Papá el otoño pasado y ella vestía con orgullo.
Cogió la avenida principal y enseguida llegó al parque donde solía jugar con Martín, su hermano pequeño cuando Papá salia pronto de trabajar. Las hojas rubias cubrían la acera y ella fue levantándolas a su paso, viendo como el vendaval que hacía con sus piernas coloreaba el resto del aire. Se paró y con delicadeza escuchó el silbar de la caída y el volver a la tierra. Pensó,  que por un momento, ojalá ella fuese una hoja que cae con el invierno. Una hoja que hubiera vivido todo el verano para después morir con la tranquilidad de una vida hecha junto a sus hermanas y familiares. Pensó que así no tendría que despedirse de ninguno, que a ella le gustaría ser la primera en caer para así poder mirar arriba y decirles a los demás que se tiren, que el suelo está bien.
El pensamiento duró poco más de un minuto. Enseguida tuvo sed y puso rumbo a la fuente que había  cerca. Un par de chicos llenaban globos de agua para gastar una broma pesada pasada de estación. Ella se quedó a medio camino, callada, sin levantar la atención de los bromistas. Contó los globos y los colores: tres azules, dos naranjas y cuatro rojos. Los rojos eran sus favoritos. Se los imaginaba como grandes bolas de navidad, llenos de nata y champagne, que lanzados con precisión provocarían explosiones de dulce y felicidad para tirar en las fiestas. Le gustó la idea, pensó que a Papá le hubiera encantado hacer algo así y que si podía le tiraría uno relleno de cava a Martín.
Cuando los niños se fueron, se agachó a la fuente, se remangó un poco el vestido y bebió sin apenas mojarse los labios. El agua estaba fresca, perfecta para una mañana de calor. Mientras bebía, pasó por delante suya un pequeño gorrión dando saltitos. El pájaro, por alguna razón parecía despistado, como en un lugar en el que había aparecido sin previo aviso y sin embargo le gustaba explorar. Ella siguió su traqueteo con la mirada y al momento empezó a seguirle. El pájaro notó su presencia y comenzó a moverse un poquito más rápido. Daba saltos ligeros, sin tocar apenas el suelo.
Ella se acerco todo lo que pudo. El gorrión, volvió a despistarse y cuando se quiso dar cuenta, ella se había abalanzado sobre él y lo había atrapado.
Lo levantó y lo miró mientras lo sujetaba firmemente. El pájaro dio indicios de querer escapar pero pronto se acomodó a las manos de su secuestradora.
“Eres un pájaro precioso”, le dijo ella mirándole a los ojos.
Entonces empezó a jugar con él, a saltar a y dar vueltas mientras lo sujetaba de un lado a otro.  El mundo era su horizonte y ella había encontrado un amigo. El pájaro empezó a piar al compás de su saltos y a ella se le hinchó aun más el corazón y cantó también. Empezaron a entonar diversas melodías y por un momento ella sintió estar en un cuento de hadas. Se sintió Blancanieves y la Bella Durmiente al mismo tiempo, empezó a hacer como que se recogía la capa de princesa y a adularse levemente. Se movía con una delicadeza magistral para llevar esas botas altas y sin soltar al gorrión hizo un par de reverencias improvisadas en medio de aquel parque. Era uno de sus juegos favoritos, imaginarse realeza. Papá generalmente hacía de mayordomo, o de rey, o de príncipe, o de invitado y le seguía por donde ella quisiera. Cuando jugaban en casa, improvisaban ropa real con una toalla y un par de joyas viejas de Mamá.
Corría acercándose a los árboles y a las farolas, y se presentaba como si fueran invitados a un gran banquete donde ella era la protagonista. Introducía al gorrión como si fuera su amado príncipe, del que ella iba colgando del brazo. Decía cosas como: “si, estamos muy enamorados” y “espero que disfruten del banquete, él me ha dejado elegir el menú” a aquel decorado humanizado. Pronto, se le acabaron los árboles, y las farolas, los bancos y las papeleras. Miró alrededor y sin nadie más con quien hablar, exhausta, se tumbó a descansar.
“Que divertido Papá”. Dijo nada más apoyo la cabeza.
En ese segundo, notó algo. Papá no estaba. Habían jugado a su juego favorito, pero esta vez ella estaba sola. Sintió un escalofrío, le sobrevino una revelación al tiempo que un rayo partió su inocencia. De repente. todos ese elenco de personajes volvieron a ser árboles, farolas, bancos y aquel gorrión que todavía piaba preso. Se vino abajo y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Soltó un momento al pájaro para poder taparse la cara y el gorrión aprovechó la ocasión para escapar y empezó a volar.
Ella fue a gritar “¡No!”, pero enmudeció entre llantos sin decir si quiera la primera letra. 
Calló mientras veía como aquel gorrión, se escapaba lejos, hacia el cielo, volando inalcanzable.
Se quedó tendida en el césped. Abatida. Llorando. Arrojada de nuevo a la realidad donde las plantas se mueren, las farolas no tienen vida y el otoño no trae colores y mañanas soleadas sino un gris imposible y una lluvia que no acaba. Donde todo vuela lejos. Donde el amor, la infancia y los sueños se marchan cruzando las nubes y perdiéndose en el tiempo. Sin darnos ninguna manera de poder agarrarlos y traerlos de nuevo. Un mundo donde todo te hiere y nada se olvida.
Pensó por un instante que ella también un día volaría. Se juntaría de nuevo con Papá, con aquel gorrión y con sus sueños de princesa. Con todos los amores de su infancia y con todas sus seres queridos para volar en una misma dirección.

Todos. En bandada. Haciendo dibujos y formas.

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