Cáncer

Cáncer. Por Pablo Criado.

Hacía calor en el hospital, daba la sensación de que el mundo se había parado fuera. El sol entraba de mala gana por una venta entreabierta y las nubes estaban estancadas, como colgadas por cuerdas de un techo gigante y azul. Mi abuelo llevaba 36 horas ingresado. Hacía seis meses que le habían detectado cáncer de pulmón y ya no tenía muchas alternativas. El cáncer había sido cruel y despiadado, aunque mi abuelo siempre había sido una persona fuerte y luchadora, esta vez había caído en el primer asalto.
En la habitación estaba yo sólo.
Mi madre había salido a comprar algo de comer y a acicalarse un poco y yo me había quedado, estoico, bajo la promesa de que todo estaría igual cuando regresara. Él era mi abuelo favorito, me había enseñado a pintar y a escribir y cuando ingresó le juré que no le dejaría sólo un minuto, que estaría con él hasta que todo pasara.
Estaba leyendo “Tres Rosas Amarillas” de Carver con el ojo izquierdo mientras el derecho controlaba una y otra vez que todo fuera bien. Justo cuando terminaba otro relato y contaba por decimonovena vez sus pulsaciones entró la enfermera.
   ¿Cómo se encuentra? —preguntó.
   Lleva mucho tiempo quieto. Pero todavía respira.
   Todo saldrá bien ya verás.
Anotó algo en su cuaderno, se dio media vuelta y se fue. Yo sabía que no iba a salir bien. Ella también lo sabía, pero mentía por obligación. Nada iba a salir bien, mi abuelo moriría allí, en esa cama, antes o después. Su vida había llegado al final del camino y nosotros no podíamos más que esperar a que todo pasara e intentar sufrir lo menos posible.
Al poco de salir la enfermera, mi abuelo se despertó.
Abrió los ojos lentamente un par de veces e hizo un par cortos movimientos, como intentando desperezarse.
   ¿Abuelo? ¿Estás bien? ¿Quieres algo?
No hubo contestación.
Me levanté del sillón, dejé el libro en la mesa y me acerqué a él. Estaba más pálido que nunca, pero tenía una belleza especial. Era como si la barrera entre el alma y la carne se hubiera resquebrajado, volviéndose translucida, dejando ver su propia luz interior. Tenía también una expresión de desahogo, de tranquilidad. Parecía que entre todas esas marcas y aquellos tubos se pudiera incluso dibujar una sonrisa ahora que todo terminaba.
   Abuelo, ¿quieres algo? Aquí estoy para ti. — dije de nuevo. Pero volvió a no haber respuesta.
Le miré fijamente. Volvió a abrir los ojos que enseguida se encontraron con los míos e hizo un leve movimiento con la cabeza, como tomando un último aliento.
Entonces, mi abuelo se paró.
Lentamente, dejó de respirar.
Esbozó otro intento, pero no fue capaz de conseguirlo y se quedó quieto.
Fue un instante inmenso, unos segundos gigantes.
Daba la sensación de que el universo hubiera dejado de girar y ahora estuviéramos en un lapsus del espacio. Como si se hubiera desvanecido todo el calor y la humanidad que allí había. No se podía oír nada, ni oler nada, ni decir nada. Aquellas cuatro paredes se convirtieron en una maqueta perfecta de la vida para que Dios, en su eterno juego, pudiera examinarlo personalmente.
En aquel momento, entró la muerte. Pude notar perfectamente como entraba en aquella habitación, invisible y disimulada. A mi alrededor ocurría algo que no se podía describir, tan eterno como la vida, y que se llevaba lo poco que quedaba de mi abuelo dejando un maniquí vacío rodeado de vías.
Fueron posiblemente, los segundos mas largos de la historia.

De repente, el mundo volvió a girar. Una pequeña corriente de aire se coló por la ventana que estaba a mi espalda, moviendo las cortinas y dejando una abertura a la luz. Me giré con la sensación de que alguien me llamaba y vi una paloma.
Una paloma de un blanco impecable, que me miraba orgullosa de que me hubiera quedado y de mi mismo. Me quise acercar a ella, pero antes de hubiera dado un primer paso, agitó las alas y voló lejos del un alféizar y una habitación vacías.
Corrí a la venta y la vi irse. Directa al cielo. A jugar con las nubes que todavía seguían paradas, esperando que la vida empezara de nuevo.


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