Despedidas.
Cris
dejó un momento de hacer la maleta y se sentó a encenderse un cigarro. Estaba
preparando su mudanza a Madrid y tenía toda la habitación desordenada, calcetines
y calzoncillos danzaban por el suelo, la silla central se había convertido en
un deposito de ropas usadas y abrigos viejos y la multitud de papeles, objetos
personales ciertamente prescindibles y cajas de plástico rondaban la habitación
sin coherencia. Apático, mientras liaba con soltura un cigarrillo, miraba con
desprecio todo aquel desorden, intentando encajar tanto en su mente como en la vieja
maleta que le habían dejado, todo lo que tenía que llevarse. Terminó de liar
cogió un mechero y de un torpe movimiento, tiro varias cosas de la mesa.
-
Joder... – murmuró para sí.
Se
agachó a recoger lo que había tirado y vio que su cartera estaba en el suelo,
de ella se habían volcado varias fotos y un par de billetes de cinco. Lo cogió
todo con cuidado, mientras sujetaba el cigarro con los labios y entristeció al
tiempo que guardaba las fotos de sus viejos amigos en el compartimiento
interior de su cartera. Estuvo a punto de leer la dedicatoria que le había
dejado su mejor amiga en una de ellas, pero flaqueo y pasó a otra cosa antes de
que le invadiera la nostalgia.
Terminó
de fumar, de ordenar medianamente su ropa interior y de empacar un par de sus
vaqueros favoritos cuando le sobrecogió un sentimiento que no conocía y se
sentó en la cama viéndose incapaz de acabar la tarea. Remoloneó un poco, cotilleó
Facebook desde su teléfono móvil con desidia y decidió ir a comer algo. Cuando
llegó a la cocina se encontró con mamá.
Mamá
estaba allí, de pie, apoyada enfrente de la vitrocerámica. Acababa de llegar de trabajar, pero lejos de los saludos de
ternura con la que normalmente llegaba a casa, esta vez había entrado sigilosa
y apagada. Tenía la cara contraída y su semblante reflejaba haber pasado una
mala noche y un día demasiado largo.
–
Hola mamá. – Dijo Cristian mientras ojeaba sin
éxito la nevera – ¿qué tal tu día?
–
Hola hijo. Bien, como todos. – Dejó el bolso y
una pequeña bolsa del supermercado sobre la vitrocerámica y se giró sobre sus
tacones a mirar a su muchacho – ¿Quieres algo de comer? He traído galletas de
chocolate, de esas que me dijiste que te gustaban.
–
Jolín mamá, no hacía falta. Sabes que me voy
mañana y tú luego no te las comes.
–
Es que las he visto y no he podido evitarlo, ya
sabes como soy. – Empezó a sacar las cosas de la bolsa y a ordenarlas, dejó las
galletas al alcance de su hijo y metió las verduras en la nevera – Oye cariño,
quiero hablar contigo, siéntate un poco conmigo.
–
Vale mami, espera que coja un cigarrillo.
Cris
se giró y salió de la cocina, llevaba en la mano un paquete de galletes que de
alguna forma rehusaba a abrir, como si se hubieran convertido en un amuleto del
pasado de repente. El silencio que reinaba en el hogar era extraño pensó, normalmente
vivían en una casa más animada pero en los últimos días el sonido de sus vidas
se había ido apagando pausadamente.
Cuando
llegó a su habitación metió el paquete en su mochila, cogió el tabaco y regresó
a la cocina. Tomó una silla y se puso delante de su madre, que ahora se
encontraba sentada, con las piernas cruzadas en un lado, apoyándose en el brazo
derecho. Por la inclinación del cuerpo y su expresión, parecía sostener algo
mucho más pesado que la mitad de su cuerpo.
–
Cristian, mañana te vas – suspiró. – Mañana te
vas a Madrid, por fin. Espero que seas consecuente con lo que haces y que
apliques todo lo que te he enseñado.
La
voz de su madre aunque firme, mostraba un vacío casi robótico, como si hubiera
ensayado delante del espejo treinta veces el mismo discurso sabiendo que sería
incapaz de decirlo sin ponerse demasiado nerviosa. Cristián, al mismo tiempo,
le daba una calada al cigarro y soplaba hacía los flexos del techo, observando
distraído la belleza del humo, que se
arremolinada entre la luz y la cabeza de su madre. Ya se conocía la
conversación que se le presentaba y se abnegaba interiormente a volver a
tenerla. Estaba cansado de oír hablar de su partida.
–
Ya lo sé mamá. No hace falta que me lo digas
todos los días. Ya se que me voy. Seré bueno.
–
Sí, pero esta vez es de verdad. Mañana por la
mañana te irás al aeropuerto, será el momento de que des el paso a vivir tu vida
como un hombre.
–
Sí mamá. Haré caso a todo lo que me digas.
Hubo
un silencio incómodo. Cris apagó el cigarrillo, se apartó el pelo de la cara y
miró a su madre:
–
¿Algo más mami?.
–
Cris… Yo…
Te voy a echar muchísimo de menos.
En
ese momento Mamá rompió a llorar. Las lagrimas cayeron sobre el mantel y la
situación se volvió violenta. Cris observaba roto, algo de su ser había cruzado
una barrera hacía otra época, una a la que no había querido llegar. Tuvo miedo,
miedo de hacerse mayor y de no volver nunca.
–
No me voy lejos Mamá, en seguida estaré de
vuelta. – dijo.
–
No hijo, no es verdad. Ahora dejas del nido.
Coges tus cosas, las encierras en una maleta y te marchas. Te vas volando
buscando te destino y Cris, se porque te he parido, que volarás lejos, muy
lejos, y que antes de que yo pueda aceptarlo, tú ya habrás decidido no volver
nunca.
Cris
dudó, apartó los ojos de su madre y cabeceó hacía abajo. El también empezó a
llorar pero no quiso enseñárselo. No quería volar, no quería dejar el nido ni separarse
de su madre, ni de sus amigos, ni de sus trastos viejos, ni de las galletas con
chocolate. Pero dentro suyo, sabía que no había más cojones.