Ladrar a la puerta por la que todavía se asoma Santa Claus.

Mi perro se mueve alrededor de la mesa. Es Nochebuena y la gente está dando buena cuenta de un asado y varios entremeses mientras él, sin embargo, pasa desapercibido buscando unas migajas, arrastrándose entre pies que se mueven como mayor o menor intención.
El pobre avanza despacio, ya está mayor y ha perdido parte de esa vitalidad que le caracterizaba. Desde que le conozco le he visto pasar de ser el principal animador de estas veladas a un mero vagabundo, que ya sabido, decide pasar sin que se le note, intentando que no le coja algún primo pequeño nuevo y le ponga del revés. Sabiendo que los caminos correctos pasan por sentarse como si fuera humano, y mover mucho la cola en busca de un trozo de pavo de esos que sobran al acabar la noche.
Se mueve con astucia, no es un perro pequeño y sin embargo no hace ningún ruido. Cada paso es como un saltito sobre unas pequeñas almohadas peludas. Mira hacia los lados sin que el viento se mueva y olisquea con más sabiduría que gracia, haciendo pocos esfuerzos, pero tan válidos como si fuera un perro de caza a punto de pescar a una herida liebre.
Yo le miro, con ternura, desde la distancia. Me encanta verle sabiendo que él cree que no le miro. Le observo moverse, intentando cumplir la travesura por la que siempre le castigo y que cree que esta vez podrá conseguir. Le sigo con los ojos a través su camino a saltitos y su paseo intermitente. Le miro el lomo con la cabeza gacha, la nariz negra, brillante de relamerse, y los ojos color cocacola que se pierden entre las patas de la mesa y colores que no entiende. A mi lado tengo a mi tía, hablando de un trabajo antiguo y de otra anécdota que ya se perdió en algún punto entre mi infancia y su vejez mientras yo mantengo la mirada perdida en algún lugar lleno de pelo enmarañado. Me mira y me dice cosas, yo hago como que escucho y dejo que las palabras se vayan como se ha ido el otoño.
Enfrente está mi padre, serio como siempre, comiendo con orgullo y paciencia mientras observa a sus seres queridos. Lleva camisa y la servilleta sobre el regazo. Posición de patriarca en una silla que no preside y sin dar ordenes, asienta la sensación de protección que solo se tiene dentro de la familia. Frunce una expresión severa mientras arrebaña otro hueso del cordero, explica con pocas palabras como obtener la taba y se vuelve a callar mientras espera que alguien pida otros deseos, que él ya tiene todo lo que quiere. Veo como mi perro se acerca y se incorpora sobre sus patitas, estirándose al máximo para pedirle comida. Mi padre, con un movimiento duro, se gira, coge un cacho de pan y se lo tira a medio ver. Susurra que también es Navidad para él y le toca el lomo con el cariño de una vida pasada, todo sin que se note mucho. Pero yo lo veo, y veo como finge que no lo hace y que no pasa nada. Si él no nos protege quién lo hará pienso en ese instante.
Mientras tanto Musi se ha escondido sobre una alfombra y se come el pan con parsimonia y hambre. Enseguida vuelve a la mesa, se vuelve a incorporar sobre sus patitas y vuelve a pedir comida. Ahora la conversación se ha tornado política. Mi abuela habla de los banqueros, del gobierno, de tiempos mejores y de lo que pasaría si todos salieran a la calle. Mi hermano le dice “Yaya sólo dices lo que ves en la tele” y es una verdad a medias. Yo que estoy callado pienso que mi hermano se equivoca, pienso que para mi abuela, que es de otra época, esa realidad es la suya y que hay que estar en silencio para poder leer entre líneas. A veces es bueno escuchar a los mayores, se aprenden cosas que se creían aprendidas y que sin embargo se han perdido. Mi abuela enseguida vira la conversación a mi perro, ahora que ha dicho lo que podía ya no le interesa el tema y obviamente a mi hermano tampoco. De hablar de la crisis hemos pasado a carantoñas y a grititos tiernos llenos de apelativos cariñosos desarrollados durante años. Al final Musi sea acostumbrado a Musito, Musín, Mus y cualquier otra variación posible. Sin tener lenguaje ha conseguido entender todos los nombres por los que pueden llamarle y cada vez que escucha alguno parecido dirige la cabeza y mueve la cola con felicidad, agradecido de que alguien le haga caso. Al final es una cuestión de estar callado y asentir a lo que viene. Lo saben mi abuela y mi perro, que ambos están ya mayores.
De hecho esta cena es especial, al menos para mi, que estoy callado. Es una cena donde las sutilezas están ahí para no ser vistas. Musi ya no salta tanto, ni se mueve tan rápido y con un cacho de pan se ha llenado. Enseguida se  ha cansado de pedir y se ha tumbado en su esquina sin esperar que nadie le llame y todos los que sólo nos vemos en estas fechas le hemos ignorado sin preguntarnos porqué. Sin embargo yo lo sé, y por eso estoy tan atento. En un momento dado me despisto, sirven otra ronda de pimientos rellenos, de esos que hace mi prima con bacalao y del que siempre me dan uno más porque los pido desde que tengo 10 años y aprovecho para atacar. Entonces mi mirada se cruza con la de mi tío, luego con la de mi madre y acabo atrapada en una conversación que habla de mi abuelo. Habla de cómo conducía, de su manera de hablar, de todos los tacos que decía y de su desparpajo, de cuando estaba vivo y las cosas que hizo. Mi madre dice “ Si estuviera vivo os llevaríais súper bien” y yo contesto como todos los años, asentando la cabeza, sonriendo y con una mirada de ensoñación que refleja que me encantaría y que espero que me siga desde arriba. Entonces me acuerdo de Musi y le vuelvo a mirar. Miro la silla que podría estar ocupando un fantasma y le miro a él, cansado y medio adormilado entre aquel jaleo. Me como otro pimiento y vuelvo a la mesa.

De repente, veo como mi prima pequeña se acerca a Musi. Un año y medio tiene la criatura y está llena de vida. Se mueve a carreras pequeñas, siempre con su vestido al viento y lazos rosas. Hay que vigilarla sin parar y no despistarse ni un sólo momento. Mi tía la lleva de la manita y esta ha decidido que es buen momento para molestar al pobre perro, acurrucado en su hueco manteniendo el calor interno. “Musi, Musi” dice mi prima. Musi gira la cara y con las orejitas para atrás mueve la cola sin incorporarse, con una carita de pena y pucheros. Según la veo acercarse y liberarse del yugo materno me pongo en tensión. Musi ya no está para saltos ni para que le aprieten. Sin embargo me encuentro todo lo contrario. La pequeña Olivia le coge la cabecita y con toda la ternura que da la inocencia le acaricia sin despeinarle si quiera. Le abraza, suavemente, sumando su suave piel con el largo pelo de mi perro que ya está curtido. Parece que Olivia sólo ha querido darle un beso de buenas noches, que quiere despedirse ahora que le ve dormidito. A mi se me escapa una sonrisa disimulada mientras mi hermano me dice algo que no escucho y cuando quiero darme cuenta, aquella escena entre dos mundos ha desaparecido. El año que viene Olivia estará en la mesa de los mayores pienso. Tampoco es que tengamos mucho espacio en casa, pero se lo ha ganado. Al final para eso es la Navidad, para estar juntos sin importar quién es más joven o quien más viejo. A la Navidad le falta un mes, uno para quererse sin que lo demás no importe, no vaya a ser que no se llegue a la siguiente y todo parezca más vacío, ya sea un agujero en el suelo, o el respaldo de una silla.


Cuando te compras un perro asumes que vas a perder a uno de tus mejores amigos.
Puedes desear con todas tus fuerzas que tu te vayas antes porque sabes que su mundo no es como el nuestro. Sabes que a él no le atormentarán los recuerdos cada vez que se supone que debemos celebrar que estamos vivos y que vigilará, perenne, tu tumba y a los tuyos, sin saberlo si quiera.
Nosotros los humanos no defendemos nada. Simplemente intentamos que el consuelo sea lo menos 

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