Dos amantes en el metro

Ella le agarraba con cuidado, le miraba con envidia a la existencia, que le tiene siempre, y fruncía el entrecejo entre pena y cuídame.
Una pareja perfecta,
que andan juntos y se quieren
y nosotros testigos lo podemos decir por la sencilla razón de que no se besan como las demás parejas,
no se miran como las demás parejas,
no se tocan como las demás parejas.

Yo estoy al lado, los miro de reojo aunque podría hacerlo sin disimular porque no me notarían,
no notarían a nadie y si lo hicieran
les daría igual.
Ahora ellos son lo importante.
Ella parece que se va, que necesita irse a casa,
y él parece que se queda, que cogerá otro camino, u otro tren, pero no otra vida.
Porque obviamente le da igual dejar pasar las oportunidades
y retrasarse en su vuelta a casa,
mientras el tiempo tenga valor y estén juntos.

Parece que el tiempo pesa menos,
que ahora vale su peso en besos y no en oro.
Que mañana Dios rendirá cuentas pero ahora vamos a querernos
que sólo es jueves y es tan buen día como cualquier mañana de año nuevo,
quizá mi casa en vez de la tuya sería mejor meta pero lo inevitable puede sortearse
mientras haya ganas, fe
y caricias.

El tren pasa,
llega,
marca una despedida,
me levanta de mi esquina de observador, abro las puertas y les vuelvo a mirar.
Su beso de despedida se ha convertido en una metáfora
y mientras yo me marcho,
rumbo a cualquier otro sitio,
ellos siguen ahí, enrollados,
anclados,
impredecibles.
Cómo si diera igual coger un vagón que el siguiente
cómo si el tiempo no pasara para ellos
y cualquier noche de frío de invierno fuera un odisea legítima por verse otros cinco
o siete minutos.

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