Agosto I

La cocina no es el sitio ideal para decir te quiero.

Ella cocina, algo rico,
y él recoge, lo que dejaron el café del desayuno.
Él la llama, con un golpecito
y ella se gira,
y él la besa, y la agarra,
la saca de su sitio donde hasta ahora creía que estaba
y bailan.

Bailan sobre las baldosas de marmol y migas de barras de pan.
Bailan entre el sonido de una campana de humos,
de agua ebullendo asintónica
y algo de música para tararear que sale de una radio vieja.
Bailan acogidos por el sol que entra por la ventana,
por el calor de agosto,
una sobre los pies del otro,
acompañando sin pesarse,
tan juntos que se pueden oler,
tan pegados como desearían estar el resto de su vida.

Pero no es un baile que siga las notas,
son unas notas que bailan sobre un pentagrama dibujadas con pies grandes y pies pequeños,
enganchados a un paso lento,
a una mano por la espalda y a un brazo en la cintura.

Es un baile hecho con las manos,
que se baila al ritmo del corazón y de las ganas de no dejar de bailar
que si se para la danza habrá que volver a la vida.

Un baile que es una caricia,
un baile que es una seducción a posteriori,
un baile de palabras bonitas y de sentimientos plenos,
a plena luz del día,
a una hora indecisa que pide perdón por tener que irse.
Un baile que significa perdón,
te quiero,
siempre andaremos juntos.
Una forma de enroscarse basada en quererse.

Una inspiración,
para cualquiera,
que pueda verlo desde la otra acera,
en el otro mundo que se extiende desde la ventana
dónde por muy bonito que se vea el cielo,
nada sonará,
como suenan los pasos de esa pequeña,
delicada,
lenta danza.

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